La princesa que gastaba siete pares de zapatos por noche

Pues érase que se era un rey que tenía una hija que decían era bruja, porque cada día gastaba siete pares de zapatos. Como no le encontraba ninguna explicación y temiendo que su hija estuviera en verdad embrujada, el rey hizo un bando y llamó a todos los zapateros del reino para que adivinaran qué pasaba. La condición era que se presentaran de uno en uno. Al que acertara, se le daría la mano de la hija para casarse con Elia, pero al que no, moriría.

A las afueras del reino, vivía una viejecita muy pobre que cuidaba una majada[1] de cabras. La viejecita tenía un nieto joven y buen mozo que era zapatero, pero remendón. Como las noticias del palacio llegaron hasta ellos, un buen día el nieto le dijo a su abuela que iba a ir a las adivinanzas.

Ella le suplicó llorando que no lo hiciera y le dijo que ya habían muerto varios zapateros de oficio, así que era difícil que él, que era solo un zapatero remendón, lo adivinara.

Pero el joven, que además era valiente, se despidió de ella y, dejándola en lloros y rezos, se echó campo adelante rumbo al palacio.

Justo antes de llegar, se encontró con una vieja que estaba junto a un arroyo. Como se paró a hablar con ella y le contó su intención de llegar a palacio, esta se apiadó y le dijo:

-¡Ay, niño lindo! No haga eso, porque hasta ahora nadie adivinó nada y encontraron a cambio la muerte.

Pero el joven le dijo que estaba dispuesto a todo con tal de librarles a él y a su abuela de la miseria en que vivían. Entonces la vieja, que además era bruja, le regaló un consejo que el muchacho aceptó agradecido:

-Cuando entres en la habitación de la adivinanza, no aceptes el licor que la princesa te ofrecerá. Haz que lo bebes, pero vuélcalo disimuladamente. Luego, te haces el dormido y dejas que ella te clave unos alfileres.

Además del consejo, la bruja le dio un polvo para que se lo echara y no sintiera los alfileres, y le regaló tres corazones para la carrera que habría de darse tras de la princesa, pidiéndole no olvidar recoger una piedrita por cada río por el que pasara.

Cuando llegó la noche y entró en la habitación de la princesa, el joven hizo como le había indicado la bruja y no bebió el licor que le ofreció. Después, se hizo el dormido cuando la princesa le pinchó con los alfileres y observó como ella bailaba alrededor de la cama, se quitaba las ropas y comenzaba a cantar:

-Vuela, vuela, pajarillo,
vuela, vuela a la ciudad
de los siete picos de amores.

Y diciendo esto, agarró los siete pares de zapatos y levantó el vuelo.

El joven se levantó entonces de la cama y corrió presuroso tras ella. Corría desesperadamente por tierra, mientras ella volaba y se cambiaba de vez en cuando los zapatos, que iba arrojando por el camino. Cuando el joven llegó al primer río, de aguas de color dorado, cogió una piedrecita como le había dicho la bruja, la guardó y siguió corriendo.

Mientras la princesa cruzaba las ciudades, le decían:

-¡Adiós, niña linda y acompañante!

Pero ella decía que iba sola, pues ignoraba que el joven la seguía.

El joven tuvo que cruzar el segundo río, cuyas aguas eran plateadas, y recogió la piedrecita. El tercero fue de aguas verdes; el cuarto, de color celeste; el quinto, tornasolado; el sexto, de aguas amarillas y el séptimo, rosado. De todos estos ríos, escogió la piedrecita más hermosa. Finalmente, la niña llegó al jardín de un palacio y allí se vistió con ropas lujosas. Después, entró en un salón donde se celebraba una gran fiesta y príncipes y marqueses la esperaban para bailar.

Bailó hasta el canto del gallo. Entonces, salió del palacio, se quitó el traje y voló de regreso a casa. El joven la siguió y, cuando llega-ron, la princesa se acostó en su habitación mientras el joven hacía lo mismo en la de al lado.

Al día siguiente, aparecieron los ordenanzas del rey y le condujeron hasta el salón principal donde el monarca le preguntó si había adivinado por qué la princesa gastaba tantos zapatos al día. El joven le contó entonces todo lo que había visto.

-¿Cómo puedes probar esto? -le dijo el rey.

El muchacho sacó entonces todas las piedras que guardaba de los ríos. El rey, admirado del valor e ingenio del zapatero, y como conocía la ciudad de la que hablaba y la distancia que la separaba de su reino, felicitó al joven y le entregó la mano de su hija. Se casaron, el zapatero hizo llevar a su abuela al palacio, y vivieron muy felices. Y es la pura verdad.

Anónimo (argentina)

[1] Majada: rebaño.

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